Como cada tarde se calzó sus sandalias y salió con la toalla a un hombro. Recorrió el pequeño camino que la separaba del mar y la llevaba hasta la playa, su pequeña playa. Extendió la toalla y se tumbó. Se puso su sumbrero y se relajó. Amaba tumbarse cada tarde allí a observar el ir y venir de las olas, de gente, de recuerdos... De fondo tenía a la mejor banda sonora, el sonido de las olas al chocar contra las rocas, qué bien le sentaba. Era ese el momento del día que dedicaba a reflexionar sobre su vida, sobre sus decisiones y sobre sus pensamientos. No era fácil puesto que nunca había sido una chica de ideas claras. Se confundía y metía la pata una y otra vez pero eso le servía para darse cuenta y corregir sus errores. Por eso le gustaba sentarse allí, le aclaraba la mente. El intenso azul del mar la relajaba y alejaba los pensamientos tristes o erróneos. Pensaba con la cabeza despejada, aprovechaba para descansar y para escribir. Esto le servía para ordenar su mente, sus ideas. Además, disfrutaba. Al caer la tarde, cuando el sol se ponía, solía recoger sus cosas y emprender el camino de vuelta a casa. Sin embargo esa tarde no le apetecía volver, quería quedarse allí. Había entablado una bonita amistad con el mar y prefería quedarse charlando con él, al menos unos instantes más. Esa noche no volvió a casa a dormir, durmió en la orilla del mar, mientras éste le susurraba dulces palabras para hacerla caer en el mejor de los sueños.
Laura :)